El kamancheh sabio

Su kamancheh atrapa la mirada. El arco roza las cuerdas como si no creyera que estén allí, o como si quisiera despertarlas…

Kalhor empieza una frase, después la redefine, la hace más precisa, la pasa a tonos más altos para ver si llega más lejos, pero vuelve a los graves con mucha más convicción, más certeza, y empieza, ahora sí, a contar la historia. Escucha los ecos del instrumento, como si estuviera esperando una respuesta a sus preguntas. Las notas se suceden como palabras, a veces entrecortadas, pero a pesar de todo seguras, -aparentemente-, de hasta dónde quieren llegar en cada momento. El sonido-palabra nos empieza a hablar de sus abismos.

Entra la percusión. Kalhor ya no está solo preguntando. El tonbac de Behnam Samani le proporciona sujeción, estructura, le cuida la espalda. Imprescindible, esa sujeción en nuestras vidas… Así, Kalhor vuelve a su pregunta, ahora más articulada y firme. Se explaya en los matices de su kamancheh. El instrumento mismo ya es una respuesta en sí. Todo lo demás se desvanece, sólo está la música, bien sabe Kalhor que la música es la única respuesta. A nosotros nos lo enseña, para quien quiera aprender. Somos un grupo heterogéneo: unos han visto los carteles anunciando el concierto en la calle, otros, en internet, hay mucha concurrencia de la diáspora iraní, estamos los amantes de su música desde siempre, y otros que han escuchado en la radio que no se lo deben perder por nada del mundo…

Ya en el minuto 10 los presentes estamos agarrados por las tripas, prisioneros del compás de esa compleja conversación entre el kamancheh y el tonbac. Somos meros espectadores de momento porque los dos músicos dialogan escuchándose y respirando al ritmo de sus confidencias. Soy mera espectadora: a pesar de arder en deseos de entrar en la conversación, solo puedo contener el aliento para no perderme ni un susurro. El susurro del roce del arco sobre esas cuerdas que se mueven a través de los semigiros de la muñeca del maestro, para dejarse abrazar por el arco.

Se crea un espacio sagrado, en el que puedo observar desde fuera la queja del kamancheh, que se funde con mi propio lamento más íntimo. La respiración del tonbac, ésa sí, ya es la mía, aunque sobresaltada por las frases cada vez más insistentes, casi lacerantes, del kamancheh, ese pequeño efrit[1] que me tiene cautiva.

Lloro (nadie me ve, ¡qué más da!). Me dejo llorar al escuchar y lloro porque se me hace insoportable el dolor del mundo que asoma en esa música, no tolero que los pueblos se den la espalda, que se hieran, que siga reinando la ley del más fuerte, del más fanático. No soporto que no tengamos libertad, que nos movamos con miedo, que nos autocensuremos, que caminemos por la vida con la cabeza gacha ante las fauces apestosas de los bullys que se abren sin pudor hasta dislocarse las mandíbulas para aterrarnos. Para aterrar a un mundo ya petrificado; empecinado, sin embargo, de mirar para otro lado y no hacer nada.

Así, lo que sale de ese kamancheh es el eco de mi voz interior, porque veo a Kalhor muy de cerca, escucho su aliento. Observo casi hipnotizada cómo acomete cada nota, veo como inclina la cabeza para captar el más mínimo roce del arco que de nuevo pasa a tientas por las cuerdas como al principio. Ojos cerrados, pelos sobre la cara, protegido y abierto, solo y acompañado a la vez. ¡Estamos aquí, Maestro! No estás solo.

No sé si nuestra compañía le importa ya, el trance de la creación delante de nuestros propios ojos ha empezado a engullirnos a todos. No se oye apenas una tos, ninguna silla chirría, por supuesto el sonido de ningún teléfono móvil invade nuestro espacio, ¡qué alivio!

Por fin lo sagrado de este espacio ya nos incluye a todos los presentes. No entiendo mi suerte, no me creo que tenga el privilegio de presenciar la gestación de este acto de creación. En lugar de concentrarme más, me inquieto, porque estoy atrapada, pero me doy cuenta de mi propia entrega… Estoy clavada a la butaca, el grito congelado en la garganta, imagino mis brazos extendidos y abiertos: yo abrazaré tu dolor, lo haré mío, así se hará menos asfixiante, aunque me tenga que postrar en ese altar, en el altar del dolor humano y morir. Será una muerte dulce y tendrá sentido. ¿No es eso lo que todos soñamos, una muerte plácida y una vida que, mirando hacia atrás tenga algún sentido…?

Pero, ¡qué superficial me siento! ¿Ya me he rendido, ya me ofrezco en sacrificio a la mitad de la obra? Y mientras, el relato del kamancheh de Kalhor se hace más ancho, más completo, más exigente y más serio si cabe. Estaba ya dispuesta a morir y el Maestro sigue tocando, con una entrega y una pasión cegadoras. Su kamancheh ahora suena como tres o trescientos.  Kalhor no se rinde fácilmente (como yo). No se rinde nunca, de no ser así no hubiera sobrevivido las vicisitudes que la vida le ha servido. Va más adentro, más allá, siempre atento a las preguntas de su gente que plasma en su música: -en su día me dijo (en un intercambio de mensajes) que la gente que entiende su obra “Silent City[2]”- “La Ciudad Callada”, suele ser la que ha vivido la destrucción. Se sorprendía de que una persona como yo pudiera entender esos silencios. Se ve que no había oído nada de la descomposición de Yugoslavia…-

Sigue asombrándonos con el sonido que consigue sacarles es a esos kamancheh: uno, tres, trescientos, junto con la generosa, precisa, infalible estructura de la percusión del tonbak.

La vivencia es ahora, es irrepetible. Es solo aquí y ahora. ¡A saber cuándo volveré a escuchar a Kalhor en vivo de nuevo! El entorno se me hace borroso, solo tengo ojos para esas cuerdas, esos dedos. Solo tengo oídos para esta ópera, sí, ¡ópera! Es una obra monumental lo que estalla ante nosotros.

Para que el desgarro de su historia no hiera en demasía ni a nosotros ni a él, el Maestro también ¡se zambulle en la percusión!  ¡Y qué mágico momento!! El kamancheh pizzicato, las cuerdas pulsadas y golpeadas al ritmo del tonbak, y delante de nuestros ojos y oídos algo se libera, la contención se desvanece. Su cuerpo se abandona al ritmo y serpentea alrededor del instrumento. Los hombros tiemblan, las rodillas hacen música, el cuello se contorsiona, la cabeza se inclina y el pelo baila y canta. Las manos pellizcan y golpean las cuerdas y el mástil bajo el mando del resto del cuerpo.

El hombre está poseído del sonido de su instrumento y nos arrastra consigo, todos pendientes del movimiento de su arco, viendo esas piernas completamente dobladas. Sentado sobre sus talones, vuelca su cuerpo entero hacia el sonido. Ese hombre y su kamancheh. ¡Si Bach hubiera conocido las infinitas posibilidades del kamancheh de Kalhor, se habría soltado la peluca!

Silencio. Todos retenemos la respiración. La frente de Kalhor casi toca el cuerpo de su instrumento. Las piernas llevan dobladas más de una hora. En pleno fragor de su creación ¡ha saltado sobre esas rodillas plegadas! ¿podrá volver en sí? Suavemente posa su kamancheh sobre el kilim mientras que su magnífico compañero deja a un lado su tonbak.

Kayhan sube las manos a la cara, se esconde por unos emocionantes segundos detrás de esos dedos de hechicero, se frota suavemente los ojos y desdobla, con cuidado, primero una pierna, luego la otra y finalmente se levanta. Los dos compañeros se presentan de pie ante nuestro aplauso que solo puede devolverles unas minúsculas partículas de lo que nos han regalado. ¿Sabrán los vuelcos que producen en algunas vidas? Kalhor lo sabe. Su kamancheh lo sabe todo.

Madrid, 11 de febrero de 2020

[1] عفریت en farsi y en árabe, efrit o ifrit es uno de los seres sobrenaturales en la cultura islámica, así como en las culturas árabe y persa. Es una especie de genio extraño porque posee un gran poder dual, ya que es capaz de acciones tanto benignas como malignas. Otros genios no poseen este poder dual. Efrit aparece con frecuencia, por ejemplo, en los cuentos de Sherezade  (شهرزاد).

[2] Rumbo al Este, Radio Clásica: 20. octubre 2018. SILENT CITY Kayhan Kalhor & The Brooklin Ryder Quartet

Extracto del concierto que inspiró este relato:

Kayhan Kalhor & Behnam Samani en Madrid 10/02/2020

KayhanKalhor-2

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