I
Cuando Lara se quiso dar cuenta ya se había precipitado todo. Lo tenía delante después de 15 años sin saber nada de él. Pero no le pudo dar el beso rezumante de anhelo que estaba a punto de desprenderse de su pecho. No podía. No estaban solos. La historia se repetía.
Lara estaba en su tierra, en lo que desesperadamente deseaba llamar su ciudad. Ella y su invitado A.L., su “amigo entrañable” o lo que demonios fuera. Otra relación que no le aportaba apenas nada. Si acaso un tapón pasajero para la herida por la que su vitalidad se desangraba: su soledad. Enfermedad crónica muy ponzoñosa, harto conocida y extendida entre los emigrantes, expatriados y autoexiliados como era su caso. Además, odiaba las convenciones y los apelativos del tipo “pareja”, “novio”, “amigo con derechos”. Y ya que estamos en el apartado maniático, odiaba a los vecinos cotillas que metían sus narices donde nadie les había llamado y preguntaban a su madre ni más ni menos que ¡¿dónde dormía el invitado?!
Su madre se lamentaba:
“Fíjate lo que me preguntó esta mañana la señora Desa del primero: …Y ¿dónde duerme el invitado de Lara?”
“Maldita cotorra de moral medieval”, bramaba Lara. “¡A ella qué demonios le importa! Dile, eh, dile… que duerme en la bañera”, le espetó a su madre y ésta se quedó con cara consternada interpretable en el sentido de: no te conozco, hija, yo ya no te conozco…
Lara estaba tensa y revuelta. Llevaba días con el alma en un desgarro como ocurría siempre cuando volvía a casa. Apretaba los dientes y los músculos para defenderse de la opresión que sentía desde dentro y desde fuera. Buscaba definiciones de siempre para un lugar que en su ausencia se había transformado de una manera que ella vivía como escalofriante. Se sentía (como a menudo repetía al hablar o escribir de ello) como en un viejo y conocido set de rodaje en el que otrora había protagonizado la película de su infancia y su temprana juventud y donde, sin embargo, ahora no reconocía ni a los actores, ni a los técnicos, ni la trama.
Buscaba reencontrarse con eso que todos llamamos raíces, pero que en cada uno significa en parte cosas distintas. Echaba de menos muy en particular hablar y escuchar su idioma materno. Es una paradoja, pensaba: yo, filóloga, con una curiosidad voraz, insaciable por otros idiomas, y sin embargo jamás se me había ocurrió que pudiera echar tanto de menos mi propio idioma. Extrañaba esa cháchara cómplice a varias voces entre amigas en tardes de otoño, esas risas, que también hoy le sonaban algo distintas y algo distantes en su lengua. La lengua de una, ahora lo sabía, es la lengua de los primeros e imborrables afectos.
También buscaba esos afectos, que se habían extraviado al marcharse del país. Habían pasado ya quince años y ni una sola vez, ni una sola al volver, conseguía rescatar el sentimiento de pertenencia. Pues eso es que ya no pertenecía… o que nunca habría pertenecido. Había perdido sus identificaciones y las nuevas, en su país de adopción, estaban en mantillas después de quince años, ¡eh! Que se dice pronto.
Volvía con ilusión y también con miedo porque siempre resultaba que debía reinventarse ella solita para sobrevivir en ese antiguo set de rodaje. La mayoría de la gente, deseosa de justificar sus propias vidas prosaicas y vacías, la obligaba a hacer balances tres veces al día. Todos se examinaban mutuamente. Le parecía estar metida en una máquina del tiempo y, para colmo de males, estropeada. Era un bucle aquello. Cuando volvía a su tierra le asaltaba la absurda y agobiante sensación de que se había bajado del tren de su vida y que ese tren prosiguió su viaje sin ella…

II
Él era tal y como lo recordaba. Su cara, su silueta, su piel brillante, su voz. ¡Dios, su voz! Suave, ligeramente nasal, perezosa, con una sonrisa camuflada en ese tono pícaro. Tanto tiempo sin escucharle pronunciar su nombre. ¿Cómo es que nunca fue consciente de lo mucho que lo había extrañado? Y su mirada que la acariciaba e interrogaba a la vez. Preguntas y frases borbotantes que se pisaban los talones. “Estás exactamente como yo te recordaba”. ¿¡La recordaba!? “¡Qué guapa estás! ¿Te has casado, tienes hijos? Otro más con la misma preguntita de las narices. Y él seguía hablando: “Cuando tú te convertiste en mi pesadilla, la vida se me volvió patas arriba…recuerdo todavía tu última frase…”
La había amado y ella apenas fue consciente de ello porque estaba demasiado ocupada viviendo su primer amor serio con 22 años ya cumplidos. Nunca era de las que se entregaban fácilmente al amor. Pero en aquel momento le había pillado a traición y le había dado fuerte. Estaba completamente obsesionada con esas sensaciones nuevas que le invadían el cuerpo y la mente y que no sabía cómo clasificar porque no tenía punto de referencia. Era una borrachera permanente, una vorágine a la que se entregaba como hechizada y que había que vivir deprisa y en secreto porque él estaba casado. Con 37 años le parecía un hombre maduro y era realmente igual de crío que ella.
Duró cuatro años y algo -le dice él ahora-. Lara no lo había pensado, lo archivó en su momento y no quiso hurgar más en la herida. La historia parecía terminada, había que seguir adelante. Ella pensó que le estorbaba en su vida familiar. Él pensó que era una piedra en el camino de una mujer que prometía mucho. Y hasta hoy.
Lara respondía y traducía para A.L. ahí presente también… vaya número, esto sí que parece sacado de una peli. La mareaba ese juego. ¡Pero, si ella no era capaz de mentir ni por omisión! Y resulta que ahora tenía que mantener el tipo y fingir que tenía delante a un excompañero cualquiera y que el encuentro era un encuentro más de tantos, al que no daba importancia alguna. Para poder fingirlo traducía solo la mitad, claro está. Lo podía hacer gracias a que la protegía la noche. La cara la delataba, pero A.L. no podía verla en la penumbra. Todo daba risa de puro surrealista. Se sentía como una pantera sin aliento en lo alto de una roca abrasada por el sol. La abrasaban los recuerdos, la añoranza, la sorpresa. Mantenía una pose defensiva frente al mundo entero. Temblaba por dentro y temía que se le notara en la voz o que empezara a hablar sin parar, lo que siempre delataba su nerviosismo. Se conocía y sabía lo absurdamente transparente que era.
¡Pero cómo es posible que las cosas tengan que ocurrir así! Quería levantarse y dejar a los dos hombres que se entendieran como pudieran. ¡Al diablo con los hombres! Con lo bien que se sentía ella entre sus amigas…. En fin…
¡Maldito sentimiento de culpa! Echaba mano del brazo de su acompañante como para reconfortarle. No sabía si necesitaba ser reconfortado, ni de cuánto se enteraba, pero por si acaso…Su antiguo amante era mucho más explícito con la mirada que ella con sus traducciones inventadas. Y A.L. tampoco había nacido ayer que digamos. Oye, pero ¡qué morbo tenía este encuentro-a-trois! A uno le acariciaba el brazo y al otro le lanzaba miradas prometedoras.
Lógicamente, A.L. se olía algo, pero no sabía muy bien el qué. Y no iba a preguntarlo, claro. Primero estaba el orgullo macho y luego, era cierto que Lara y él tenían una fórmula de relación de “estados libres asociados”. En apariencia, mucho cariño, mucha complicidad, apoyo, y luego sexo y una especie de amistad. Así dicho, estaba casi todo. No obstante, les faltaba dar un paso más allá. No se sabía muy bien dónde estaba ese “allá”, pero ella echaba de menos una pasión que la hiciera vibrar. Eso sí lo sabía.
Sin embargo, últimamente se esforzaba por aprender a tomar lo que la vida le ofrecía tal cual e intentar sacar el mayor provecho de lo que tenía en cada momento. Y sobre todo se empeñaba en respetar lo que le decía su intuición. Pues muy bien, entonces ¿qué hacemos con este momento que tenemos entre manos, Lara querida? Para empezar, cuando A.L. se levantó de la mesa por un momento, los antiguos amantes intercambiaron sus números de teléfono. ¡Qué alivio! Ya no volvería a perderle la pista. ¡Además, casualidades de la vida, resultaba que él iba a visitar la ciudad adoptiva de Lara en diez días! Este guion empezaba a gustarle. Puro vaudeville.
Bueno, pues, ya nos vamos. Cuídate mucho. Ya te llamaré. Buen viaje… Beso casto y fugaz y adiós.
III
Ya de vuelta a su casa, el tiempo hasta la llegada de él se arrastraba. De todas maneras, no sabía ni siquiera si la iba a llamar. Venía con la familia. A lo mejor no le apetecía complicarse la vida ya. Ella era libre y su vida era sencilla. No le rendía cuentas a nadie y nadie dependía de ella. Él en cambio llevaba sobre sus hombros las vidas de un montón de gente, hijos, hermanos, empleados… estaba hecho todo un boss capitalista y patriarcal, lo que siempre había querido. Hoy, ella no se enamoraría de él ni jarta de güisqui. Lo de la lucha de clases se lo inculcaron de pequeña, pero la verdad es que no lo comprendía. Ahora, después de quince años en una sociedad capitalista cada vez más despiadada, lo entendía pero que muy bien.
¿Por qué estaba tan inquieta, tan nerviosa, incluso enfadada? A lo mejor no era muy buena idea volverle a ver a solas. ¿Y si se rompe el hechizo? Ella había cambiado mucho y se había reconciliado consigo misma. Era, entre otras cosas, una feminista acérrima. En el país en el que nacieron ambos, se decía antaño que el Feminismo era cosa de las burguesas y que las que habíamos tenido la gran fortuna de nacer en un país social-comunista ya nacíamos emancipadas. Ya ves tú qué risa.
Él la debía de recordar Dios sabe cómo. ¿Y si no se reconocen esta vez? Estaba resuelta a no volver a tener nada que ver con hombres casados por pura higiene mental. Tranquila, ¿qué puede ocurrir? Sólo amigos, viejos amigos. ¿Desde cuándo es terrible salir a comer una vez en quince años con un viejo amigo? Se calentaba la cabeza por nada.
Eligió el restaurante con mimo, ¿le gustará? ¿y por qué no le iba a gustar? Y si no le gusta, él se lo pierde. Sólo faltaría que ella tuviera que modificar de repente su naturalidad. Lo más importante es la compañía, ¿no? Pues, ya está. ¡Ay! pero es que han pasado quince años, tiene que ser un lugar especial… ¡para, para, PARA YA!
Se miraban, se medían, se escudriñaban. No se sentían como dos extraños. El vino que ella había elegido sí le gustó. Y al salir a la calle con 40 grados a la sombra, un abrazo vino solo y natural, acompañado de un suspiro. Ella se arrimó y el beso que les quemaba la boca a ambos voló y explotó. ¿Esto qué es? ¿Qué ocurre? De repente vértigo, terremoto, tsunami… ¿Acaso era éste el primer beso de mi vida? ¿Había estado muerta y la acababan de resucitar? ¡¿Y, este incendio de cintura para abajo, cuándo lo había sentido por última vez?!
Mudos recorrieron el resto del camino. Mudos y sin mirarse. Cada uno se escondía detrás de sus gafas. Ella le besó las manos, no podía aguantarse. ¿Y, además, para qué aguantarse? ¿De qué sirve? Yo no me aguanto, no me da la gana, que me perdonen. Que yo sepa, no tengo más que una vida, ya he vivido casi la mitad y acabo de descubrir que mi primer beso sigue siendo igual de primero e igual de beso que entonces. ¿Y él? ¿Yo qué sé?
Sí, me gustaría mucho ver dónde vives. Mañana, entonces. Hasta mañana.
IV
Al verlo asomarse por su puerta casi se le sale el corazón del pecho. Ahora sí que había vuelto a entrar en su vida incluso si no fuera más que por esta vez. Sabía que no lo volvería a perder jamás porque jamás se permitiría volver a olvidarlo. Lo había olvidado para protegerse y sin darse cuenta lo hundió en el rincón más recóndito de su memoria y no se atrevió nunca más a repetir su nombre.
Te había olvidado mi Amor, perdóname, no podía recordarte y vivir lejos de ti. Había que elegir. A vivir tocaba. Vivir sola, lejos de casa, de mi tierra, de mis amigos, empezando desde cero a los treinta, sin nada de nada. Sólo me tenía a mí misma. Y si me acordaba de nosotros, me podía perder. Debía aprender a vivir en un sitio en el que no conocía a nadie a quien le importara si yo vivía o moría. Elegí luchar por hacerme un hueco en la vida de una gente nueva y, a la vez, parir de la nada una vida para mí. Pero ahora, ya se me olvidó que te olvidé, mi Amor. Ya pasó, ya pasó.
Hoy Lara ya sabía que nada podía con ella. Podía permitirse sentir sin sordina. Concederse el lujo de quemarse en la hoguera de un solo instante de pasión, porque se sabía capaz de renacer de sus propias cenizas. A ella no la asustaban las emociones ni ahora ni nunca. Podía entregarse entera, como a ella le gustaba. ¿Acaso existe una entrega a medias? Podía amar por los dos porque no esperaba que él le llenara ningún vacío.
Él quería saberlo todo y ella no se atrevía a preguntar nada. “Enséñame fotos, muéstrame dónde trabajas, a ver lo que traduces ahora, mira: ¡tus diccionarios! ¿Qué música escuchas? Me gusta esta casita tuya. Y ¿tú cuando conduces, cantas? ¿En qué idioma piensas? “
Toma, cariño mío, mira, bebe, escucha, toca…
Sus caricias suaves y pausadas, casi reverenciales, le rozaban el pecho y ella sentía que el aire se le paraba a medio camino entre la garganta y los pulmones. No quería respirar para no perderse ni un solo pálpito de los sentidos. Se acordaba de su manera de tocarla, no entendía cómo nunca lo pudo borrar de la memoria, a la vez que le asombraba la frescura de esos recuerdos redescubiertos. Y cuando finalmente sus cuerpos se deslizaron vertiginosamente por la ladera pulida de un anhelo largamente ahogado, Lara tuvo que rendirse. Sentirlo en sus entrañas después de tanto tiempo le infundió una extraña idea de que ésta era una parcela intocable de su vida a la que tenía derecho por lo perdurable y leal que había resultado este Amor. Quería parar el tiempo, atrapar cada aliento. Le golpeó en toda la cara el dulce olor de ese cuerpo revisitado. Se le escapó un gemido entrecortado: Tu olor, Dios mío, ¡he recordado tu olor! ¡El olor de tu piel!
Por fin Lara rompió a llorar. Hundió la boca y la nariz en esa piel para sorberlo entero. Lo que realmente deseaba era hundir las raíces en sus carnes. Ese arraigo huérfano que ella llevaba al aire como un árbol que crece con las raíces apuntando hacia el cielo. Él debió de pensar que estaba loca, al menos eso le pareció leer en su sonrisa. ¡Qué más da! Si no lo entiende, ella no puede explicar quince años de vida en una hora. Buscará el arrullo de su pasión amansada y el consuelo de haber sido capaz de amar en un instante con el alma desnuda, como si no se hubieran separado quince años atrás.
No hubo promesas en la despedida. No era necesario. El reencuentro selló esa promesa no pronunciada, que estaría esperando a ser cumplida, o no, en esta vida o en otras.
Las Rozas de Madrid, 2003
Muy bonito. Como el resto.
Me releí el texto de «El kamancheh sabio», y después el del aeropuerto. Con este me descojoné (lo siento: he estado buscando sinónimos decimonónicos y no encuentro). De lo épico a lo cheli en un pispás.
Enhorabuena
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Como te he puesto en Facebook, el relato de amor es precioso. Es una delicia de historia, tan bien contada, con tantos matices qué llega muy dentro, Se de tu facilidad y maestría para contar historias y escribir , Además de mostrar esa parte de honestidad de los buenos escritores, sin artificios poniendo el alma en lo que dices mostrando tu verdadero yo. Gracias maestra. Besos mil. Como estáis.?
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